julio 14, 2025
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Cuando Ilya Repin tomó el pincel, Rusia habló. En sus lienzos vibraban los gritos del pueblo, los silencios de los condenados, el vértigo de los poderosos y las contradicciones de una nación que avanzaba hacia la modernidad con los pies hundidos en el barro del pasado. Más que un pintor, Repin fue un cronista emocional del Imperio ruso, capaz de convertir la pintura en testimonio, denuncia y pregunta incómoda. Su obra no decoraba salones: sacudía conciencias.

Sadko, 1876.

Primeros años y formación

Nacido el 5 de agosto de 1844 en Chuguyev, una pequeña ciudad de la gobernación de Járkov (actual Ucrania), Ilya Yefímovich Repin creció en el seno de una familia modesta de cosacos asentados. Su padre, un militar retirado, le ofreció una vida austera, pero no carente de una firme estructura de valores.

A los trece años comenzó a trabajar como aprendiz de pintores de iconos ortodoxos, una tradición que le permitió desarrollar un dominio meticuloso de la línea y la forma, además de una temprana sensibilidad hacia la expresión espiritual. En 1863, con apenas 19 años, logró ingresar en la prestigiosa Academia Imperial de las Artes de San Petersburgo. Allí, Repin absorbió la influencia del clasicismo académico, pero pronto sintió que aquella estética no era suficiente para expresar la turbulenta realidad rusa del siglo XIX.

El realismo como arma

La década de 1870 supuso un punto de inflexión en la vida del artista. Fue entonces cuando se unió al movimiento de los Peredvízhniki («Los Itinerantes»), un grupo de pintores que rompió con las estructuras académicas para llevar el arte al pueblo. Recorrieron ciudades y aldeas con exposiciones itinerantes que retrataban la dura vida rural, la desigualdad social y la historia del país desde una óptica crítica.

En 1873, Repin presentó Los sirgadores del Volga, su primera gran obra de impacto. Inspirada por un viaje al río Volga en 1870, la pintura muestra a un grupo de hombres exhaustos arrastrando una barcaza río arriba. La escena, aunque documenta una práctica común en la Rusia zarista, conmocionó al público por su crudeza. Repin ofrecía una visión sin adornos de la explotación humana, pero también impregnada de compasión y dignidad. Uno de los personajes incluso parece resistirse a la sumisión, anunciando un cambio.

Retratista del alma rusa

Desde los años 1880, Repin se consolidó como el retratista por excelencia de la Rusia intelectual y artística. Su capacidad para capturar no solo la fisionomía, sino la complejidad psicológica de sus modelos, lo convirtió en una figura central del retrato moderno.

Uno de sus modelos más frecuentes fue León Tolstói, a quien pintó en múltiples ocasiones. El más célebre de estos retratos lo muestra descalzo, vestido con ropa sencilla, caminando entre el campo: no es solo un escritor, sino un profeta secular. Otro retrato inolvidable es el de Modest Mussorgsky, realizado en 1881 apenas unos días antes de su muerte por alcoholismo. El compositor aparece con el rostro inflado y los ojos velados, reflejo de una vida consumida por la pasión y el dolor.

Repin también retrató al científico Dmitri Mendeléyev, al poeta Afanasi Fet, a la feminista Maria Dragomirova y a decenas de figuras clave del pensamiento ruso. En cada uno de ellos buscaba algo más allá de la apariencia: el momento de verdad interior, la expresión de una conciencia.

Obra histórica y política

Ilya Repin no solo fue testigo de los acontecimientos de su tiempo: los interpretó con una sensibilidad que lo sitúa entre los grandes narradores visuales del siglo XIX. Su obra histórica está marcada por una tensión entre el poder y la humanidad, entre la autoridad y la tragedia.

En 1885 presentó Iván el Terrible y su hijo (el 16 de noviembre de 1581), una de sus obras más dramáticas. La escena muestra al zar abrazando el cuerpo moribundo de su hijo, a quien ha matado en un arranque de ira. La sangre fluye mientras los ojos del zar transmiten horror y arrepentimiento. La pintura fue rechazada en varias exposiciones y hasta sufrió un intento de vandalismo en 1913 por parte de un fanático religioso. Aun así, su fuerza emocional la convirtió en una de las imágenes más memorables del arte ruso.

En La detención de un populista (1880-1892), Repin retrata con detalle fotográfico la aprehensión de un revolucionario en plena calle. La composición, casi teatral, se convierte en una radiografía social: cada personaje expresa una postura frente a la justicia, el castigo y la resistencia. No hay héroes ni villanos: hay una comunidad sacudida por la fractura ideológica.

Otra obra monumental, Procesión religiosa en la provincia de Kursk (1880–1883), es una sátira apenas velada de la religiosidad y las estructuras de poder en la Rusia rural. La multitud que participa en la procesión está dividida por clases, actitudes y emociones: desde la devoción hasta la burla, desde la fe ciega hasta la hipocresía. En cada gesto hay un comentario político.

Repin el ilustrador

Según el testimonio de Ígor Grabar, Repin pintó sus primeros bocetos en acuarela para el Canciones sobre el comerciante Kaláshnikov durante sus estudios en la Academia de Bellas Artes. Luego, en 1868, para Kiribéievich persiguiendo a Aliona Dmítrievna , seguido de otros dos dibujos sobre este tema. A estas ilustraciones siguen las de poemas de Lérmontov, En el cielo de medianoche voló un ángel  y Tres palmeras (1884)), el drama Mascarada y el relato corto Bela de Un héroe de nuestro tiempo. Ninguno de los dos fue publicado. Fueron criticados por los autores de la Enciclopedia de Lérmontov y del Diccionario enciclopédico de Lérmontov por su exagerado romanticismo y la incapacidad del pintor para penetrar en el pensamiento trágico del poeta. A diferencia de estas acuarelas, el dibujo a lápiz Kázbich hiere a Bela (1887) figura entre las mejores obras del pintor después de Lérmontov. La acuarela Pechorin en la ventana  de la década de 1890 ilustra finalmente el cuento La princesa María.​

A esta obra siguieron una serie de ilustraciones para otro poema de Lérmontov, El profeta. Estas acuarelas en sepia estaban destinadas al primer volumen de las obras completas de Lérmontov, que se publicaría en 1891. Dos de ellas representan al profeta entre sus contemporáneos, El profeta a la entrada del templo y la multitud que se burla de él  y Ellos abuchean y tiran piedras en el camino del Profeta , el tercero, El profeta réprobo en el desierto cierra esta serie. Son, según los autores de la Enciclopedia de Lérmontovun notable intento de plasmar el pensamiento profundo de esta obra.​ La imagen que Repin da del profeta, sin duda influida por Tolstói, es insólita: ya anciano, de pelo largo, un intelectual barbudo vestido con harapos más que con ropas. Esta mirada ardiente en un rostro demacrado, este aspecto, contrasta con el de los demás personajes, rudos y groseros. Pero este cuadro es una variación del pintor sobre el tema de la modernidad, más que una ilustración literaria tradicional. Los dibujos no satisficieron al propio Iliá Yefímovich, y al final estas ilustraciones no se publicaron​ Sin embargo, el pintor volvió entonces a Lérmontov en 1914-1915, con dibujos que ilustraban El demonio y El novicio.​

Repin, en cambio, tuvo más éxito cuando ilustró a Nikolái Gógol, y plasmó con fuerza y precisión la psicología de sus personajes. Nikolái Gógol era uno de los escritores favoritos del pintor, y se enfrentó a él en varias ocasiones. Primero se interesó por Diario de un loco en la década de 1870. Después trabajó durante muchos años en los Zaporogos, cuyos personajes son los de Tarás Bulba, pero también realizó dibujos inspirados en esta obra, Andréi y la hija del voivoda (1890). Además, realizó cuatro ilustraciones para La feria de Soróchyntsi (1870) y una para Una venganza horrible (1890). En 1896, el pintor hizo un nuevo boceto de Poprischin, el protagonista del relato Diario de un loco. Encontró en él, según la expresión de Yossif Brodski, un alma grotesca y chirriante en extremo.

Últimos años y aislamiento

Con la llegada del siglo XX, y especialmente tras la Revolución Rusa de 1917, Repin eligió un exilio interior. Se estableció en su finca Penaty, en Kuokkala (entonces parte del Gran Ducado de Finlandia, dentro del Imperio ruso; hoy Repino, Rusia). Aunque no abandonó por completo la pintura, sus obras se tornaron más introspectivas, incluso nostálgicas. Sufrió una progresiva pérdida de visión en su ojo derecho, lo que le dificultó seguir trabajando con el mismo rigor.

A pesar del rechazo inicial por parte de las autoridades soviéticas (que lo veían como un representante del viejo orden), su obra fue finalmente incorporada al canon del realismo socialista por su énfasis en el pueblo, la justicia y la verdad.

Repin murió el 29 de septiembre de 1930, a los 86 años, en su casa de Kuokkala. Fue enterrado en su propio jardín, según su deseo. Su muerte marcó el final de una era en la pintura rusa: la de los grandes maestros que no temieron mirar de frente a su país.

Hoy, Ilya Repin es recordado como el gran pintor del alma rusa. No porque idealizara su país, sino porque lo retrató con todas sus grietas. Su legado va más allá de la técnica impecable o del preciosismo histórico: nos enseñó que la pintura puede ser tan poderosa como una novela de Dostoyevski, tan revolucionaria como un manifiesto, tan compasiva como una oración laica.

Repin no pintó lo que Rusia era. Pintó lo que Rusia no quería ver de sí misma. Su vida y su obra nos recuerdan que el arte, cuando se atreve a mirar al fondo de las cosas, no necesita alzar la voz para ser subversivo. Basta con decir la verdad. Y esa verdad, en el pincel de Repin, sigue viva.

Gopak, 1927.